Wednesday, June 19, 2013

Roth, Joseph. Los cien días. Editorial Pasos Perdidos, 2012. 250 páginas.

Joseph Roth (1894 – 1939) Fue un testigo excepcional de la sociedad de su tiempo, de su convulsa efervescencia, tanto en la Europa que le vio nacer y la no menos convulsa época anterior, es decir el imperio napoleónico. Hay que tener en cuenta que no fueron tantos años los que transcurrieron desde la muerte del emperador y la niñez de Roth, máxime conociendo que en aquellos años finales del XIX, los medios de difusión estaban todavía bajo la comunicación oral en esas noches de tertulias junto al fuego del hogar, las reuniones en los casino cafeterías, donde los mayores narraban sus recuerdos y otros sucesos de épocas anteriores,  pero todavía sin cicatrizar.
Joseph Roth (al que no hay que confundir con otro Joseph Roth norteamericano  contemporáneo nuestro, y también judío) siempre fue un amigo de las virtudes democráticas. Quizá fuera una visión con matices subjetivos, porque en este sistema político hay socavones; como en otros.  De todas formas fue el gran novelista del imperio austrohúngaro. Años después escribió Los cien días; la definitiva caída del imperio napoleónico; suceso anterior (1814) al imperio de Centroeuropa.
Los cien días es una joya literaria, donde el autor vierte todo su buen hacer de escritor, para retratar al Corso en su estertor final, desde el abandono de la isla de Elba hasta su reclusión en la isla de Santa Elena. Casi cien días.
A pesar de sus excelentes dotes literarias, en la que describe magistralmente la situación de Paris, el resto del imperio, sus colaboradores y, sobre todo, el firme retrato de Napoleón, estamos ante un emperador destruido que trata  de reverberar antiguos dorados laureles. Si me permiten la expresión, nuestro personaje no debía “caer” muy bien a Joseph Roth, aunque trata ser objetivo, no cabe duda.  El perfil psíquico y físico de Bonaparte, en efecto, da para escribir varios libros. Era, como todos los genios, un extraño y un ídolo para los que le trataban cercanamente. De todas formas hay que recordar que las batallas originadas por este personaje supusieron la muerte de más de cinco millones; de ellos uno y medio franceses.
Todo concluyó con Waterloo. Su última derrota en la última batalla. Sabiendo que todo se había desmoronado, supo conservar una especie de alo de dignidad, ridículo para sus oponentes.
Y sin embargo, quería a sus soldados, a su tropa. Resulta literariamente magnífica la recreación que el escritor de la visita a caballo por los campos de batalla, concluida ésta.
Opino que resulta más verosímil y escalofriante que la descripción de los solados en pleno conflicto.
Estamos ante un trabajo solvente, escrito alrededor del año 1936 e inédito en nuestro país.
Para especialistas y amantes de la novela histórica.
 Juan Carlos Eizaguirre
         18.6.13

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